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jueves, 27 de marzo de 2014

El último mensaje del difunto (periodismo)

Cualquiera diría que un breve mensaje escrito es fácil de ser copiado literalmente. No es el caso del último WhatsApp del difunto Fabián Rodríguez, cuyo texto entrecomillan los medios cual cita póstuma, pero todos con forma distinta.
Así, lo único seguro es que en algún momento escribió la sílaba "me", y no sabemos si adelante o detrás del otro texto indiscutible: "al 911". Según la mayoría, la cagada (o moco bárbaro, o simple moco, o error, o macana) ya había sido mandada al momento de escribir, por lo cual es de suponer que mientras colgaba de la soga se entretenía usando el celular. Cuesta creerlo. Mientras tanto, los medios cubren el caso del hasta entonces bastante anónimo famoso, para cumplir su deber de atender la "demanda de información" de la población, eufemismo con que se refieren al morbo de su clientela más valiosa.
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No tengo mucho que agregar sobre esta noticia puntual, dado que no me interesa. Lo que me importa es a dónde está llegando el periodismo de un tiempo a esta parte, cuánta confianza pueden esperar que les depositemos, y qué podríamos creer de temas que requieren mayor desarrollo, si ni siquiera saben copiar un breve texto (ni reconocer que no tuvieron acceso a él). Y entonces extendemos la duda más allá, a la historia misma, a sus supuestos desentrañadores de mitos (o creadores de nuevos), si al fin de cuentas permanecerá la mentira más repetida mientras el olvido deshace las pruebas descartadas de una verdad que no se busca. 
Así, nadie puede asegurar si el último SMS del morocho Cabral a San Martín decía: "Muero contento, hemos batido al enemigo", o si dijo "Avyá amanó ramo yepé, ña jhundi jhegere umí tytaguá": 
Déjenme compañeros. ¿Qué importa la vida de Cabral? Vayan ustedes a pelear, que somos pocos...

martes, 4 de marzo de 2014

Apostillas del carnaval

Conocí y disfruté en vivo más de un carnaval, como el de Gualeguay (Entre Ríos), Oruro (Bolivia), Olinda (Brasil), etc. De chico viví el de Buenos Aires, pero presencié también su decadencia, cuando lo que debía ser una alegría de todos se convirtió en una guerra contra el otro, que recibía espuma en los ojos o bombuchas congeladas que herían como cascotes. Quizás no sea casual que el individualismo fue mayor en nuestra sociedad cuando aquellos mocosos se convirtieron en los adultos responsables. Y mientras el carnaval no perdía dignidad en provincias como Corrientes o países cercanos como Uruguay, acá moría para resucitar más adelante, con la radical Felgueras durante el gobierno de Ibarra. Ninguno de ambos volvió a ser muy votado, pero siquiera Macri se atrevería después a devolver la tranquilidad de la siesta a las plazas de barrio, donde desde entonces retumba un bombo tan popular... como minoritario. El tiempo pasó y el carnaval porteño -que en nuestra historia política sufrió más de un embate censor- hoy no es lo que era medio siglo atrás.
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Sé que no es políticamente correcto confesar que el del siglo XXI me deprime un poco. El progresismo mal entendido hizo creer a algunos que, si en algo participa "gente pobre", debe gustarnos, al menos públicamente. No se da en mi caso, ni tampoco me afiliaré por eso al conservadurismo. Conocer la diferencia entre una diablada jujeña y un corso en Montevideo me permite desarrollar algunas preferencias. De hecho, muy poco es lo que descarto. Y no es una mera discriminación geográfica contra la Capital, pues el "Progreso" también afectó a mi entender la fiesta en otros sitios. Por ejemplo, flaco favor le hizo el éxito al de Gualeguaychú. Pero poco importa mi opinión, ante el dinero que le ingresa.
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Por más que me esfuerce, me cuesta alegrarme ante el panorama matutino de una masa fisurada de turistas juveniles derramados en las calles. Claro que si formo parte no lo veo, y si no lo veo no hay problema. Pero si bien no propongo medidas como la de los anarquistas catalanes que en 1936 destruyeron todo el alcohol de Barcelona, prefiero simplemente correrme hacia carnavales aún familiares, provincia adentro, y evitarme ciertos paisajes aguafiestas para este viejo republicano también aguafiestas.

Pero bien ¿estará en mi ojo la amargura? Comparto una tan ligera como profunda reflexión de @bauerbrun: "Para un caribeño, tocar el tambor es invitar al baile; para un porteño, es protestar. Así suenan nuestras murgas y comparsas." ¿Será así? Según la Real Academia Española, una comparsa es un "grupo de personas que, vestidas de la misma manera, participan en carnaval" (etc). En cambio la palabra murga tiene dos significados: alpechín ("líquido oscuro y fétido que sale de las aceitunas..."); o bien "compañía de músicos malos" (sic) que en algunas fiestas "toca a las puertas de las casas acomodadas, con la esperanza de recibir algún obsequio". Paralelamente, "dar la murga" es una manera de molestar. ¿Será que Brasil tiene Escolas do samba (y como tales dictan cátedra en la materia), en nuestro Interior abundan las comparsas, y en las metrópolis cunden las murgas?
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En fin: sobre gustos no hay nada escrito aunque postee los míos, y obviamente vale amar lo que yo no comprendo. Espero no enojarlos si me sigue gustando el carnaval charrúa, quichua o guaraní, más que el de la ciudad donde vivo y su carroza cornurbana, que es a mi caprichoso parecer uno de los peores cover de la alegría. En algo coincidiremos: prefiero verlo en la calle que transmitido. O no, si se gusta más del constante primer plano de un trasero en movimiento, hasta que pase el miércoles de ceniza y resucite el Día de la Mujer para ponernos serios y criticar la cosificación femenina con pretendida coherencia. Tal vez ni yo la tenga cuando siento que los excesos arruinan la fiesta misma del exceso. Pasa que hay algarabías que me saben a tristeza sin conciencia de clase.
Es carnaval, son gustos, y cada cual hace de su culo un pito, una matraca y papel picado. Ahora, con sumo placer de mi parte... agarrate Catalina.
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