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jueves, 7 de noviembre de 2013

Canillita

Si me remonto a la mitad de mi vida, ya había dejado ese trabajo para entonces. Y aún así, todavía me siento aludido cuando llega el Día del Canillita. Por más que hoy no sea mío. Será que revivo aquellos años en que comenzaba la democracia y se alejaba la adolescencia, o daba mis primeros pasos en eso de hacer mis primeros pesos. Será que añoro incluso el despertar a las 4 de la mañana, desayunar en silencio para que duerman otros, sacudirle el hombro al sol para que amanezca y salir a pedalear mientras empezaban a cantar los zorzales, de plumas rojizas como esos primeros rayos de sol que se saludaban con los rayos de mi bicicleta. 
Hoy no podría armar un diario en forma de proyectil como en aquellos tiempos, y mucho menos acertarle al balcón correcto desde la calle y en movimiento. El primero de mis superpoderes inútiles desapareció con el tiempo, sin que logre reemplazarlo por otro. En cambio, nunca desarrollé el que tantos tienen para saber cuándo una mujer está interesada en uno: otra hubiera sido mi historia de haber entendido la intención de aquella vecina que salía a recibirme en camisón, cuando su marido acababa de partir hacia el trabajo. O no.
Finalizado el reparto, en el kiosco me esperaba su dueño con mate y facturas. Y ella también me esperaba: la lectura. Mis revistas preferidas venían de editoriales como Columba o La Urraca: leía Hum®, D'Artagnan, Fierro, y todas sus publicaciones hermanas. También estaban las historietas en "formato Patorucito" cuyo editor nunca me aprendí. Por algún defecto de nacimiento, agarraba muy poco las revistas de chimentos, esas sin cuya información hoy sería inimaginable mantener conversaciones. Leía Todo es Historia, Muy Interesante y cuanta publicación política hubiera: crecí leyendo desde el periódico comunista Qué pasa al ultraderechoso Cabildo pasando por todos los puntos intermedios, entre los cuales ubicaba a la revista de los mismos que terminarían tomando La Tablada. 
Si no aparecían clientes, vendía diarios entre los vehículos atrapados por la barrera, incluyendo el interior de algún colectivo. Cuando venía gente al kiosco, había más tiempo para escuchar sus comentarios. Bajo su techo escuché por primera vez a alguien culpar a un gobierno de la lluvia. También llovía cuando debí enseñarle a mi sucesor el oficio: errando a la bajada de cordón por la que había subido yo de memoria (tapada por la inundación del momento), volcó la bici del reparto y hubo que rescatar los diarios empapados en la correntada.
Un día llegó un trabajo con mejor paga y peor trato, y lo tomé, como corresponde a una persona madura. Al menos tenía la misma cláusula verbal que mi contrato de canillita: permitirme dos meses de vacaciones mientras dejara a un reemplazante trabajando y cobrando como si fuera yo. Durante esos meses, me iba con la mochila a recorrer el continente. Pucha si caminaron mis canillas flacas. 
Pero esa ya es otra historia.

1 comentario:

Peter Krasno dijo...

Feliz día (y la editorial creo que era/es Dante Quinterno