El 29 de octubre de 1887 en Estados Unidos, el periódico Seattle Star publicó lo que, 32 años antes, se supone que fue la respuesta del jefe Sealth de la tribu suwamish a la oferta gubernamental de comprarles a los aborígenes sus tierras. Mucho después, en 1970, un guionista tomó aquellas palabras y las rehizo para el libreto de un documental, obteniendo su texto final una fama que nunca alcanzó el original... (ni su nuevo autor con su película). De tal modo, al día de hoy circula lo que escribió un tal Ted Perry hace casi 40 años, como algo dicho allá por 1854 por aquel cacique que, sin saberlo, daría nombre a la ciudad de Seattle (al N.O. de EE.UU.), capital del Estado de Washington que se formó sobre sus tierras perdidas. Por todo esto, a continuación, rescatamos el discurso original, menos difundido.
.
"Allí, a la vista, el cielo que lloró lágrimas de compasión sobre nuestros padres durante siglos, y que a nosotros nos parece eterno, puede cambiar. Hoy está despejado; mañana podría estar cubierto de nubes. Mis afirmaciones son como estrellas que nunca se ocultan. Lo que dice Seattle, el gran jefe Washington puede creerlo [muchos indígenas creían a G. Washington vivo] , con tanta certeza como nuestros hermanos carapálidas pueden confiar en el regreso de las estaciones.
El hijo del jefe blanco dice que su padre nos envía saludos de amistad y buena voluntad. Esto es bueno porque sabemos que necesita poco de nuestra amistad, pues su gente es mucha. Son como la hierba que cubre las extensas praderas, mientras que los míos son pocos, como los árboles dipersos en una planicie barrida por la tormenta.
El gran y -supongo también- buen jefe blanco, nos da la palabra de que desea comprar nuestras tierras pero está dispuesto a permitir que reservemos lo suficiente como para vivir confortablemente. Esto parece en verdad generoso, ya que los piel-roja no tienen ya derechos que se les respete; y la oferta puede ser también sabia, pues nosotros ya no necesitamos una gran país. Hubo un tiempo en que nuestra gente ocupaba toda la tierra, como las ondas de un mar rizado por el viento cubren su suelo cubierto de conchas. Pero esa época ha pasado hace tiempo junto con la grandeza de tribus ahora casi olvidadas. No estaré de luto por nuestra decadencia final, ni reprocho a mis hermanos carapálidas por haberla acelerado, ya que nosotros también tenemos algo de culpa.
Cuando nuestros hombres jóvenes crecen enojados por un cierto mal, verdadero o imaginario, y desfiguran sus caras con pintura negra, sus corazones también se desfiguran y se vuelven negros, y después su crueldad es implacable y no conoce límite alguno, y nuestros hombres viejos no pueden detenerlos. Pero esperemos que las hostilidades entre el hombre rojo y sus hermanos carapálidas no vuelvan nunca. Tendríamos todo que perder y nada que ganar. Es verdad que la venganza, para nuestros jóvenes bravos se considera un triunfo, incluso a costa de sus propias vidas. Pero los hombres viejos que permanecen en la zona en épocas de guerra, y las mujeres viejas que tienen hijos que perder, entienden bien esto.
Nuestro gran padre Washington, porque supongo que ahora es nuestro padre tanto como el suyo, ya que George ha movido sus fronteras hacia el norte; nuestro grande y buen padre, digo, nos envía palabras a través de su hijo, que sin dudas es un gran jefe entre su gente, y dice que si hacemos lo que nos pide, nos protegerá. Sus ejércitos valientes serán para nosotros como un poderoso muro erguido, y sus grandes naves de guerra llenarán nuestros puertos de modo que nuestros viejos enemigos del lejano norte, los simshian y los haida, ya no asustarán a nuestras mujeres y viejos. Entonces él será nuestro padre y nosotros sus hijos.
¿Pero puede esto durar para siempre? Su Dios ama a su pueblo y odia al mío; él extiende sus brazos fuertes cariñosamente alrededor del hombre blanco y lo conduce como un padre lo hace con su pequeño, pero ha abandonado a sus niños rojos; él hace que su gente se vuelva más fuerte cada día y pronto llenarán la tierra; mientras que mi gente está menguando como una marea retirándose velozmente, y que no volverá a fluir. El Dios del hombre blanco no puede amar a sus niños rojos, o los protegería. Parecen huérfanos y no encuentran ayuda en ninguna parte. ¿Cómo, entonces, podemos convertirnos en hermanos? ¿Cómo puede su padre volverse nuestro padre, traernos prosperidad y despertar en nosotros sueños de recuperar la grandeza? Su Dios nos parece parcial. Se le presentó al hombre blanco. Nosotros nunca lo vimos; incluso, nunca oímos su voz. Le dio al hombre blanco leyes pero no tenía ninguna palabra para sus hijos rojos, que por millones llenaron este continente extenso como las estrellas en el firmamento. No: somos dos razas distintas, y debemos permanecer así. Tenemos poco en común. Las cenizas de nuestros antepasados son sagradas y la tierra donde llevan a cabo su descanso final es tierra santa, mientras que ustedes vagan lejos de las tumbas de sus padres aparentemente sin sentir ningún pesar. Su religión fue escrita sobre tablas de piedra por el dedo de hierro de un dios enojado, para que nunca lo olvidaran. El hombre rojo nunca podría guardar ni comprender esto.
Nuestra religión son las tradiciones de nuestros antepasados, los sueños de nuestros ancianos, inspirados por el Gran Espíritu y por las visiones de nuestros caciques, y se escribe en los corazones de nuestra gente.
Sus muertos dejan de amarlos a ustedes y a sus hogares natales tan pronto como pasan los portales de la tumba. Yerran lejos, más allá de las estrellas, y pronto se olvidan, y nunca regresan. Nuestros muertos nunca se olvidan del mundo hermoso que les dio su existencia. Todavía aman sus ríos sinuosos, sus grandes montañas y sus valles encajonados, y anhelan siempre el mullido afecto de los solitarios a quienes visitan a menudo y reconfortan.
El día y la noche no pueden vivir juntos. El hombre blanco siempre ha huído del acercamiento del hombre rojo, como las nieblas cambiantes de las laderas de las montañas se alejan una vez que llega el quemante sol de la mañana. Sin embargo, su propuesta me parece justa, y creo que mis amigos la aceptarán y se retirarán a la Reserva que les ofrece, y viviremos separados y en paz, ya que las palabras del gran jefe blanco me parecen la voz de la naturaleza hablándole a mi gente desde la densa oscuridad, que rápidamente los rodea como la densa niebla que flota tierra adentro desde un mar a medianoche. Lo único que importa es dónde pasemos el resto de nuestros días, que no son muchos. La noche india promete ser oscura. No habrá estrellas asomándose por el horizonte. Vientos que soplan con voces tristes gimen a la distancia. Un duro castigo a nuestra raza reserva el juicio al hombre rojo, y donde quiera que vaya oirá las seguras pisadas aproximándose del cruel destructor, y se prepara para su sentencia como lo hace el ciervo herido que oye aproximarse al cazador. Unas pocas lunas más, unos pocos inviernos más, y ninguno de los poderosos huéspedes que una vez llenaron esta extensa tierra -y por donde ahora vagabundean como bandas fragmentadas por estas vastas soledades- permanecerán para llorar sobre la tumba de un pueblo que una vez fue tan poderoso y esperanzado como el suyo. Pero, ¿por qué deberíamos afligirnos? ¿Por qué debería quejarme del destino de mi gente? Las tribus están compuestas de individuos y no hay mejores que ellos. Los hombres van y vienen como las olas del mar. Una lágrima, un tamanawus, un canto fúnebre, y se habrán ido para siempre de nuestra vista desfalleciente. Incluso el hombre blanco, cuyo Dios camina y habla con él, de amigo a amigo, no está exento del destino normal. Podríamos ser hermanos, al final de todo. Ya lo veremos.
Valoraremos su propuesta, y cuando hayamos tomado una decisión se la diremos. Pero para aceptarla, hago aquí y ahora de esto la primera condición: que no nos sea negado el privilegio, sin ser molestados, de visitar cuando así lo deseemos la tumba de nuestros ancestros y amigos. Cada parte de esta nación es sagrada para mi gente. Cada ladera, cada valle, cada planicie y cada bosque han sido sacralizados con algunos recuerdos cariñosos o con alguna experiencia triste para mi tribu. Incluso las rocas que parecen yacer silenciosas mientras son sofocadas por el sol a lo largo de la costa con una solemnidad magnificente estremecen los recuerdos de antiguos sucesos conectados con el sino de mi pueblo, y el mismísimo polvo bajo sus pies responde más cariñosamente a nuestras pisadas que a las suyas porque lo forman las cenizas de nuestros antepasados, y nuestros pies desnudos son conscientes del toque benévolo ya que el suelo está nutrido con la vida de nuestros parientes.
Los bravos, pintados de negro, y las madres cariñosas, y las jóvenes de corazón alegre, y los pequeños que vivieron y gozaron aquí, y cuyos nombres ahora han sido olvidados, aún aman estas soledades y la profunda velocidad con la que crece el atardecer sombreado por la presencia de los espíritus oscuros. Y cuando el último de los hombres rojos haya desaparecido de la faz de la tierra y su memoria entre los blancos se haya convertido en un mito, estas costas estarán colmadas por los muertos invisibles de mi tribu, y cuando los hijos de sus hijos piensen por ellos mismos, solos en el campo, en el depósito, en la tienda, en el camino o en el silencio del bosque, no estarán solos. En toda la Tierra no hay un lugar dedicado a la soledad. De noche, cuando las calles de sus ciudades y sus pueblos estén en silencio, y ustedes crean que están desiertas, habrá un gentío de espíritus que vuelven, y que una vez llenaron y aún aman esta hermosa tierra. El hombre blanco jamás estará solo. Dejémoslo que sea justo y amable con mi pueblo; porque los muertos no carecen completamente de poder".